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Pero había un rostro entre la multitud al que no podía aplicarse su generalización. Cuando sus ojos encontraban a Yanci Bowman en medio de los que bailaban, se sentía mucho más joven. Ella era la encarnación de todo lo que faltaba en el baile: gracia juvenil, frescura lánguida y arrogante, y belleza triste y perecedera, como un recuerdo soñado. Su pareja, uno de esos jóvenes de tez fresca y colorada surcada de rayas blancas, como si le hubieran abofeteado en un día frío, no parecía despertar mucho interés en ella, cuya mirada vagaba aquí y allá, por un grupo, un adorno, una cara, con una melancolía lejana y absorta.
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